lunes, 1 de diciembre de 2008

E' la lengua gato/Esh, tipo, la lengua, ¿entendés?

Hay algo que siempre me resonó en la cabeza. La forma de hablar de los Otros. Aunque nunca me fijé en la forma del Nosotros, tal vez porque no me encuentre ni de un lado ni del otro. Sino en un área neutral en la que puedo comunicarme con los todos los conjuntos de los Otros sin entrar en conflicto con ninguno. Justo lo que Ellos no pueden.

Yendo al grano, no es lo mismo un “Ay no sabés, tipo, el otro día estaba chendo a…”, que un “Vo’ sabe que’lotro día taba con lo pibe shendo para…”. La traducción al castellano neutral para ambos casos sería: “Sabés que el otro día estaba yendo a…”

Esta diferencia no sólo en la pronunciación, sino en las palabras, como en la construcción sintáctica de las frases nos remite directamente al origen del sujeto. Pero no de donde proviene.
No es cuestión de dialectos, tecnolectos, cronolectos o argots. No hablamos de eso, sino de algo mucho más profundo que muchas veces tenemos miedo de reconocer, o mejor dicho, los Otros tienen miedo de explicar. Les da vergüenza ponerse frente a la realidad del otro Otro.

Hablamos de sociolectos y, en una segunda instancia, de idiolectos. Suena muy lindo así especificado en este tecnolecto lingüístico, pero mejor sería explicarlo al total del público y esbozar las primeras conclusiones.

Tomando como campo de estudio sólo la Capital y el Gran Buenos Aires, para no caer en otras cuestiones de sufijo lecto, podemos decir que tenemos un abanico de posibilidades de encontrar distintas maneras de expresarse, como distintas cosas que expresar.

Frente a un gran barrio cerrado, los pibes que no viven en la Cava pero sí pegaditos a ella, casi como si vivieran en la villa, discuten un viernes a la noche para ver a por dónde iban a salir.


-Bue, vamo’ para San Martín.
-No, mejor arrancamo’ para Olivo’.
-Ta loco vo’ ahí ta lleno de gatos.
-Y en San Martín también.
-Sí pero en Olivo son todo’ careta.


Que quede claro que las omisiones de ciertas letras, como el desorden gramatical de ciertas palabras no fue hecho de manera despectiva, sino que como reflejo de la realidad de estos Otros.

Así también, tenemos otro panorama a unos metros de estos chicos dentro del Barrio cerrado. Los chicos del Newman hablaban de las posibilidades que manejaban esta noche para pasarla bien.


-Shí bolodo, vamosh la fiesta de Mike.
-No, cho (yo) a lo de Mike, no voy ni a palosh.
-¡Uh pero boludo! ¿Tipo que tenésh con Mike?
-Nada no she, eshta medio grasa últimamente, no me gusta para nada la onda del chabón, ¿entendés?


Situaciones como estas se dan a diario. Conversaciones que giran en torno a la apariencia, la distinción, el lugar y sobretodo la identidad. Cada grupo parece buscar cierto rasgo propio tomando como eje sus intereses de clase. Tal vez éste no sea un factor explícito, sino más bien aparezca en las profundidades del subconsciente.

Para Ferdinand de Saussure, el idiolecto no es más que la puesta en práctica de los ejes más elementales del uso de la lengua. Las personas usan el lenguaje para comunicarse, y a través de él, lograr alcanzar sus propios intereses exponiéndolos.

¿Pero qué es lo que realmente estos distintos sectores sociales buscan a través del empleo distinto del lenguaje?

Como detonante de respuesta, podemos tomar lo que mencionamos antes: el hecho de demostrar que forman parte a un grupo. Estos grupos se manejan con distintos códigos. Quienes manejan estos códigos comparten los mismos intereses que sus pares, ya sean sociales, políticos, culturales, económicos, entre otros.

Pero no podemos reducir la explicación del fenómeno sólo a esto. Ya que también hay un factor externo que influye en la forma de concebir el uso del lenguaje.

La formación de identidad, también tiene que ver con hacer notar al resto el sentido de pertenencia a este grupo, como también la aportación de distintas características que el interlocutor en este caso quiere demostrar. Es una suerte de orgullo de pertenecer a un sector determinado del orden social. Ya en este nivel, entramos al terreno de las apariencias.

La necesidad de las clases medias altas, o que aspiran a ser “algo más” que la simple clase media –puntualmente éste sector-, de demostrar un buen pasar económico, un sentido de pertenencia a un lugar exclusivo de la sociedad que alcanza ciertos beneficios que otros y no, es un factor determinante a la hora de comunicarse. El hecho no está presente sólo en la pronunciación. Es central la elección de las palabras a utilizar, como también el sentido del mensaje.


-No, mira, no esh por el preshio, el tema esh que no quiero que shea de baja calidad. Esh un regalo muy importante y necesito quedar bien. ¿Ah y te puedo pagar con tarjeta? Porque dejé la plata en el auto.


“Qué detallista el que escribe estas líneas, se fija hasta en los casos más comunes”, dirá el lector. Pero si no es aquí, entonces ¿qué mejor oportunidad para analizar el discurso de este sector?
A priori, la frase a analizar denota poder económico. Se habla de dinero en dos oportunidades: que no es importante el costo a pagar y que el cliente además posee el beneficio de la tarjeta de crédito, como también de un auto –bien supremo intocable para la clase media.

En otro nivel, la frase connota la pertenencia a un sector exclusivo –en todo sentido- como del que hablamos antes: el manejo de una fonética particular y el empleo de ciertas palabras que nos hacen dar cuenta del origen social de esta persona y el entorno en el que se rodea.

Ahora, ¿cuál es la necesidad de andar por la vida buscando reivindicar ciertos intereses de clase que a muchos nos importan poco y nada?

No hay que ser ingenuos. La imagen lo es todo en este orden socio económico y el hecho de pertenecer, de ser uno de los engranajes de este sistema, por más desgastado y explotado que esté este engranaje, constituyen una serie de factores indispensables para la expresión colectiva y la demarcación de cierto corral excluyente.

¿Entonces qué hay de los que no hablan así, sino que lo hacen de manera totalmente opuesta?
En los sectores más bajos de la sociedad, como el sector obrero más desposeído de oportunidades, se da un factor inverso al anterior pero muy parecido a la vez. Existe también la necesidad de pertenecer a un sector: a ese sector que busca legitimar su condición de clase mediante el repudio a quienes lo tienen todo y dejan sin nada al resto.

Ese sentido de pertenencia al sistema que muestra el sector que se siente parte de él, genera una conducta reaccionaria para los que no lo integran. Hay una parodia muy singular en el fenómeno de la pertenencia, ya que por un lado, quienes no se sienten parte, buscan mostrar su integración empapándose el cuerpo de marcas en sus buzos, pantalones o gorras. Pero por otro lado, muchas veces estas marcas no son “originales”, o bien, si lo son, implicitan una simpática tomada de pelo al modelo.

Esta situación se da en la reproducción del modelo económico social, haciendo funcionar como un relojito la cadena de producción capitalista. Aunque al mismo tiempo la crítica se hace presente en el reproche al que tiene plata y se viste bien o anda en buenos autos.

Ambas clases, buscan apropiarse del campo material con todo lo que puedan llegar a adquirir e incluso muchas veces son consumidores de los mismos tipos de productos. Aunque la diferencia está en la forma en que los usan.

Aquí podríamos entrar a descifrar cómo usan los gorros los cuidacoches de Hurlingham y cómo lo hacen los jugadores de Polo de La Dolfina. Pero basta con centrarse en el terreno lingüístico para tener un significado apropiado.

El jugador de la Dolfina, se pone el gorro recto porque es un “careta” y el de Hurlingham porque es un “negrito”.

Seguro que el de la Dolfina se imagina que es un “careta” porque el otro le tiene rencor y viceversa. No son los mismos rencores y no sabemos a cuento de qué pelea vienen –como todo rencor. Pero seguramente son lineamientos históricos los que pronuncian estas diferencias.
El “cabecita negra” que apareció una tarde en Plaza de Mayo el 17 de Octubre de aquél tan lejano 1945, tal vez no sabía leer, pero tenía bien en claro que los que lo observaban desde los edificios, esa gente vestida tan elegante, no compartía la misma forma de percibir las cosas que él.
Con esto quiero decir, que todos somos concientes de las diferencias que atraviesan a cada sector social, que se delinean más profundamente en lo económico. Hay un conflicto en cada sector con el Otro que se explicita en la forma de hablar.

Cuando un “cheto” dice “porque CHO creo” (porque yo creo), está diciendo que además de creer algo, lo hace por una razón determinada y con una intención de demostrar y reivindicar en cada sílaba qué es lo que él piensa y en función a qué. Muchas veces es irritante escuchar esta especie de suavización o endulzación de la “Y” o la “LL” en cada frase. Cuanto más espesa suena, más intención de marcar el terreno social hay. Para la persona que hace uso de esta fonética, el que pronuncia estas letras de normalmente está en un grado inferior de integración o en todo caso, no pertenece. Y eso es trascendental.

Del otro lado de la calle, los usos del lenguaje son distintos pero con intenciones muy parecidas. El “cumbiero” siempre hace todo lo posible para diferenciarse del “cheto” y si tiene que pronunciar la “Y” con más resonancia que cualquiera, lo va a hacer con tal de demostrar que no es ni pertenece a ese grupo de personas que “no entienden nada”. Utilizar otros tipos de códigos como la palabra “gato”, también muestra la intención de querer formar parte de una clase que en teoría se revela del modelo de vida impuesto, aunque no del modo de producirlo.

Deteniéndonos en el término “gato”, el origen de la acepción que estos grupos sociales reproducen, proviene de las cárceles. Originalmente, se utilizaba esta palabra para referirse a la subyugación de cierto sujeto frente a otro a costas de poder sobrevivir entre los pabellones. Esta relación de dominante y dominador se daba a través de la fuerza. Por lo general, el que no se la bancaba en términos de valentía debía concederle ciertos favores a su “superior”. Estos favores podían ir desde la limpieza hasta lo sexual.

En la práctica, el uso sería el siguiente: “Pedro es el gato de Coco”
Lo que significa: Pedro obedece a Coco.

La estructura básica que articulaba con la palabra era “el gato de”. Aunque luego con el paso de los años, este término salió de las cárceles y tomó ciertas variantes. En la mayoría de los casos, su uso se redujo a decir sólo “gato”, en la forma de insulto “sos un gato”. Pero esto ya no implicita el mismo sentido que el de las cárceles, ya que en realidad se trata de un insulto como comparación a la figura del insultado con respecto a un verdadero “gato”.

Por otro lado, lo que acarrea este término es una intención de identificación con las cárceles, con el grupo de personas que está privada de la libertad por haber cometido –tal vez- algún ilícito a causa de la desigualdad que genera el sistema. Para el “cumbiero” de barrio, el preso es sinónimo de rebeldía. Tratar de acercarse a ellos en alguna medida implica posicionarse de una forma particular frente al orden institucional.

Igualmente, puede que esto se haya diluido entre las distintas corrientes de la sociedad, ya que existen casos de personas que emplean estos términos sin siquiera saber su origen, sólo por una cuestión de construir una imagen en la sociedad de lo que todo se rige por perfiles (fotologs, facebooks, perfil de msn, etc.).

Hoy se nos presenta el caso de muchas personas de la más media de las clases medias que adoptan ciertas formas de hablar, tal vez en sentido contrario a sus características de vida. Hay quienes a pesar de vivir con todas las necesidades cubiertas, tener fobia a las cárceles o a las mismas pandillas referentes de las culturas más callejeras, prefieren andar vestidos como cumbieros, usar términos carceleros y hasta profesar muchas consignas que jamás llevarían a la práctica. Y también se da el caso de quienes por sólo vivir en una casita y disponer de un sueldo que les permita mandar a sus hijos al más barato de los colegios privados, se apropian de la forma de hablar de cierto sector privilegiado de la sociedad, aunque a fin de mes estén con la calculadora revisando todas las cuentas porque otra vez no les convence el resumen de la tarjeta.

Hablar de sociolectos o idiolectos, nos puede dejar a mitad de camino. Lo que en verdad hace a las personas expresarse de determinada forma, no es sólo experiencia de clase, sino que también sus aspiraciones a lo que les gustaría ser en imitación a lo que ven. En esta sociedad, los lugares están delimitados por distintas líneas, cada una de ellas propone distintas prácticas y formas de vida. Conseguir una ubicación en el lugar que más nos gusta, no tiene que ser motivo para forzar nuestra condición de ser. ¿Se entendió, gato?

Por Mariano Gaik Aldrovandi

Lo que la tierra trajo

La Costanera es tan pero tan Argentina, que con sólo visitarla podemos ver su inoportuna forma de ser, conocer sus paisajes, sus problemas, sus épocas de esplendor, sus fracasos o proyectos que nunca fueron y todas sus contradicciones.

El olor a chori invade mis fosas nasales para luego adueñarse sin resistencia de mi sentido del olfato. Sin dudas el lugar es éste. Hace tanto frío y el viento sopla tan fuerte que juntos se vuelven un arma de doble filo. El cielo gris combina perfectamente con el clima. La atmósfera en general, termina siendo la adecuada para una experiencia suburbana dentro del mismo corazón de nuestra gran ciudad.

Bajando por la calle Viamonte, atrás de la enorme burbuja de concreto y vidrio que encierra una realidad capital muy distinta a la Argentina, a continuación del puerto que nos une con nuestros hermanos no tan hermanos uruguayos y, paradójicamente, antes de una de las zonas más –si no es la más- contaminadas de la Argentina, se esconde la Reserva ecológica Costanera Sur. Más conocida sólo como Costanera Sur, pero eso ya es parte del pasado.

La primera imagen, el primer rasgo que me hace sentir en el lugar es un colorido puesto que confirma lo ya preanunciado por el hipnótico aroma. “Vacío - Bondiola – Chori”. Se puede leer con varios metros de anticipación. Los puestos parrilleros monopolizan la oferta gastronómica de la zona pero nadie parece demandar algo distinto. Son como parte del lugar, pero por otro lado se me ocurre pensar qué sería del lugar sin ellos. ¿Alguien se imagina la Costanera sin puestos de chori?

Hay clientes de todos los targets: El tachero que hace una parada obligada y, entre viaje y viaje, mata el hambre con una bondiola; el obrero que en su hora de almuerzo va por un chori bien condimentado –chimi churri a morir- y cobra energías para seguir; el turista que se anima a probar una porción de comida étnica (cualquiera de las cosas que arden en la parrilla); y hasta el tipo que sale a correr y al no resistir la tentación, come un paty porque cree que es más sano que el resto de las cosas y no se va a sentir tan culpable por haber salido a entrenar y terminar ahí.

Caminando por la que en algún tiempo supo ser una rambla y hoy una enorme vereda multiuso, ya contabilizo tres puestos parrilleros. Uno de ellos con la inscripción “Fueron y serán argentinas” acompañada por una imagen de las Islas Malvinas y caricaturas de Patoruzú entre otros clásicos personajes argentinos. Quiero seguir pensando al respecto, pero me veo interrumpido por el bullicio de una multitud de aves que aterrizan unos metros delante de mí. Son decenas y de todos los colores. Pero mi ignorancia propia de la vida en la metrópolis, hace que sólo distinga a los Loros. Especie de un verde tan particular que hace que lleve su nombre.

Entonces, ante la gran variedad puedo distinguir de forma limitada entre “Loros” y el resto de los “pájaros”. Hay “pájaros” negros, negros y rojos, azules, azules y verdes, marrones, marrones claro y oscuro y toda una gama de colores y combinaciones que no estamos acostumbrados a ver y que resulta chocante que esté en ese momento y en ese lugar. Justo en frente de una torre de capitales yanquis, que no bastan los parámetros visuales para verla entera. Ahí me acuerdo que estoy en el límite de la urbe con la Reserva Ecológica.

Lamentablemente, el recuerdo dura poco y el extraño pero agradable sonido de los pájaros también, ya que sobre la Reserva vuela un Boeing siete-tres-siete de Aerolíneas que desciende hacia Aeroparque. El tema de la “Reserva” ya me empieza a parecer raro.

A mitad de camino y siempre por la gran avenida de peatones -o ex rambla-, me acompaña a mi izquierda una obsoleta baranda de concreto que hoy sólo delimita el territorio entre la vereda y la tierra. Años atrás protegía a la gente del río, más abajo un gran muro hacía de rompeolas y evitaba que las crecidas cubran la Ciudad de agua.

Pero eso era antes. Hoy, lo que se ve desde allí son pastos amarillos, tierra reseca, yuyos, basura, más basura y, a lo lejos, pastizales y un poco más de basura. La Reserva, bah. “El río no se ve”, pienso mientras pienso también en la Costanera y la misteriosa historia que hay detrás.

Por si uno no recuerda bien, o no está al tanto de por qué donde debería haber agua hoy hay un mar de tierra seca y cardúmenes de botellas, vale hacer una breve reseña histórica.

A principios de siglo, unos cien años atrás o para dar una mejor noción, unas cien millones de toneladas de cemento menos, la Ciudad tenía otra fachada, eran otras las costumbres y otra la realidad socio económica. Tal es así, que aunque hoy parezca imposible, la gente se bañaba en las aguas de la Costanera Sur como lo hace en las de Mar del Plata. Tanto esplendor tenía el lugar que en mil nueve dieciocho se inauguró oficialmente como Balneario Municipal. Hasta mil nueve cincuenta, el paseo fue furor en la vida porteña, abundaban los bares, monumentos, piezas arquitectónicas, muestras y hasta se realizaban espectáculos culturales en el lugar –muy distintos a la Creamfields o a un recital masivo de Shakira y sus amigos-.

Pero con el correr de los años, la transformación de la Ciudad y la industrialización de la zona, las aguas se fueron volviendo turbias. Se prohibieron los baños, los bares se empezaron a demoler para construir edificios y el atractivo del lugar se fue desagotando. Las escaleras para bajar a la playa quedaban vetustas, a menos que se las usase como puerto de pequeñas embarcaciones, y el abandono del lugar estaba a la espera de una mente no tan brillante que le terminara de dar el golpe definitivo. Como era de esperar en nuestro país, ese cerebro no tardó en llegar y fue otra vez de la mano de los militares, que no tuvieron una idea más brillante –porque no era necesaria- que intentar ganarle tierras al río.

Sin muchas vueltas ni debates porque en esas épocas no eran necesarios, la notable obra se puso en marcha en el setenta y ocho. Se dice que era para un gran proyecto inmobiliario, o que iban a mudar la administración de la Ciudad de Buenos Aires a ese lugar rodeada de espacios verdes. Como se puede ver, al final nada de eso se hizo y lo único que quedó en el lugar fue ese montón de tierra y escombros alfombrados por un verde cada vez más amarillo.

Una vez mi viejo me dijo que vaya a saber uno lo que hay ahí abajo. Y esa frase recorre mi mente, resuena a cada paso y la leo en cada vistazo. Cuestión que nunca vamos a saber bien por qué hay tierra donde debería haber agua y si acaso algo se esconde allí, ya que entre el ochenta y cuatro y el ochenta y seis, cuando la democracia todavía estaba en pañales, el lugar se declaró Reserva Ecológica y chau. El argumento está en que con el correr de los años, llegaron desde el litoral muchas algas, semillas, sedimentos y demás organismos que formaron una nueva comunidad biológica. Ésta dio lugar a que miles de animales –aves sobre todo-, espantados por el caos de la ciudad, lo usen como refugio y ahora había que protegerlos.

Desde un punto de vista ecológico-ambiental la idea está buena. Pero desde una perspectiva histórica, teniendo en cuenta factores socio-políticos, resulta raro, muy raro. Tan raro como ver en el límite oriental de la reserva esas chimeneas echar humo blanco, marrón, gris y negro; o escuchar –para no decir no poder escuchar nada- a cada rato el estruendo de los aviones que llegan y salen de Aeroparque; o ver, justo en frente del terreno protegido, inmensas torres que contrastan al ambiente natural y que seguramente un día despejado proyectan sombra durante la tarde; o la cantidad de basura, mucha basura, que permiten que la gente tire y que la gente tira por más que sepa que eso es una Reserva y no se puede, pero que total alguien va a venir a limpiar pero Alguien no vino nunca y Nadie está en el lugar.

Por un segundo, la Reserva Ecológica Costanera Sur me resulta perversa.

Llegando al otro extremo de la “rambla” –tomando como límite la calle Brasil-, si usamos las históricas escaleras podemos descender unos metros y quedar justo a nivel del mar. Mejor dicho, a nivel pastizal. Aquí ya no hay barandas, si quiero puedo tomar las escaleras transversales -que no se ven mucho porque están inundadas de tierra- bajar hacia la orilla y caminar por los yuyos. Pero me encuentro con un cartel imperante, oxidado y mal predispuesto.

“G.C.B.A.
PELIGRO
PROHIBIDO
BAÑARSE”

Lo que antes era una advertencia, hoy es un chiste de mal gusto. Ironía del destino que, después de causar una sonrisa con sabor a resignación, termina en cierta melancolía.

Lo único que se ve en el lugar es tierra agrietada y reseca, pastos amarillos que ya van por su segunda muerte, cardúmenes de latitas de energizantes y botellas de bebidas varias habitan el lugar que se destaca por el olor a meo que se superpone al de las parrillas –vaya logro-. Parece que las noches de Buenos Aires mueren acá. Todo parece morir acá.

Unos pasos más adelante y escalones más arriba, de nuevo con la baranda a mi izquierda, dos jóvenes de veintipico, ambos con equipo de pesca en mano, se dirigen rápidamente hacia la baranda. Cuando llegan, quedan ahogados por la decepción.


-La última vez que vine acá había agua. – Le dijo el de barbita al de mochila de La Renga.


Me pregunto hace cuánto tiempo habrá venido y los miro y pienso que seguro se deben estar preguntando lo mismo. Resignados, y después de dar un par de vueltas cargando con los equipos de pesca, se van a comer algo a la parrillita. Yo no consigo respuesta a la pregunta, pero vale decir que más allá de que en ese lugar tendría que haber río y hoy hay tierra, con la configuración actual, también debería haber una laguna. De ella no queda ni barro.


A la derecha del acceso Brasil, justo antes de la entrada a la Reserva se puede leer: “Fundación ‘Los carasucias’. No valen los dichos sino los hechos, no puedo creer que me hayan cedido este lugar para ayudarme a compartir esta alegría con ustedes. Mónica Carranza.” La inscripción está sobre el techo de una edificación de todos los colores rodeada por un parque lleno de juegos. Esta construcción no es más que la parte de abajo de lo que en algún momento fue el “Espigón Plus Ultra”. El nombre del espigón, que hoy ya no es tal porque no tiene agua para serlo, viene de aquel hidroavión que por enero de mil nueve veintiséis unió al Puerto de Palos español con Buenos Aires.

Más adelante nos encontramos con la entrada a la Reserva, anunciada por un cartel que nos da la bienvenida seguido por otro que dice que la entrada es libre y gratuita. Menos mal. Allí mismo también está el puesto de atención al visitante, todo hecho de madera, pero en el que parece no haber nadie. De hecho no hay nadie.

Mientras camino, atrás mío me sigue una persona que también va sola y cruzo de frente a un turista africano –lo supongo por su tez y vestimenta- y a un par de personas, todas solas sin cosas, ni bolsos, ni otros accesorios. Me cruzo también con dos tipos trajeados que parecen salidos de una reunión pero no llevan más que sus trajes y sus conversaciones formales pero distendidas por la atmósfera.

Por el camino de los Plumerillos, entre los árboles, inmediatamente a mi derecha puedo ver una grúa y un par de máquinas que trabajan sobre un terreno desvastado. Según el mapa eso se llamaba Covimet y parece que tiene una historia de abogados y legislaciones detrás que aburre sólo de imaginársela. Por lo pronto, un alambrado roto y un cartel indican que allí no se puede pasar por lo que sigo con el obligado camino.

El sendero es de tierra, hay huellas de neumáticos aunque no está permitida la circulación en ese lugar. Pero no hay que pensar mal, tal vez, si es que lo hay, sea del personal que se encarga de preservar la Reserva.

A medida que se avanza, la vegetación va variando y cambia mucho con lo que se podía ver desde un principio por la vieja rambla. Aquí los pastizales amarillos ya son minoría y estoy rodeado por árboles que nunca antes había visto –o por lo menos notado- como el “Malvadisco”. Justo por la mitad del camino –la mitad es el punto exacto desde que hace un montón empecé a caminar y todavía falta otro montón para que termine-, una media vuelta logra advertirme que el Gigante de concreto, que hoy se imponía soberbiamente ante mi, ahora cabe casi todo dentro de mi parámetro visual y ya no sorprende su enormidad. Por un instante, trato de discriminar el sonido del viento, las hojas, los Loros y los “pájaros” y puedo distinguir el murmullo de fondo, el zumbido grave y constante de la urbe. Pero si quiero no lo escucho más y dejo que el sonido de la naturaleza -no tan natural- llene mi capacidad auditiva y visual. Dentro del refugio ecológico, la Ciudad ya no merece respeto.

Ya hace como quince minutos que crucé la puerta de entrada, todavía sigo viendo arbustos y el camino sin fin de ripio amarillo que en cada brisa levanta ese polvillo que se mete en los ojos y hace llorar. Verdaderamente, ya no sé para qué dirección estoy caminando, si para el lado del río, o lo estoy esquivando. Lo cierto es que todavía no lo veo y ya me estoy inquietando. Costanera viene de costa y una costa se llama así porque es el límite de la tierra con el agua. ¿Y entonces qué? Parece que los milicos tiraron mucha tierra. Mucha.

De repente veo unos reflectores, me imagino que seguramente ahí debe haber algo interesante. Pero nada. Lo único que veo son cuatro obreros de casquito celeste tomándose un descanso y tal vez comiendo unos sánguches de milanesa. Mientras camino sigue pasando gente, siempre de a uno. Tipos y tipas que salieron a correr, otros mirando la nada, algunos que pasean y yo.


-Hola, ¿hablás español?- Pregunté casi sin saber por qué.
-Sí.- Contestó la mujer, que tenía más cara de sueca que de cualquier compatriota, dejándome en orsai con el tonito que usó.
-¿Te puedo hacer unas preguntas?
-Sí, ¿pero para dónde?
-No, para ningún lado, es para algo que estoy escribiendo.
-Ah está bien.
-¿Qué andás haciendo por acá?
-Vengo a pensar, a caminar…
-¿Y venís seguido?
-Unas dos veces al año. Pasa que yo soy del conurbano.
-Ah, yo también. ¿De qué parte, del Norte o del Sur?
-No. Digamos que del Oeste.
-Ah ¿y por qué elegís venir hasta acá?
-No, pasa que ahora vinimos por las vacaciones y bueno.
-Ah, no viniste sola, son varios.
-Sí, pero están por allá. Yo ahora me vine un ratito a caminar sola para poder pensar porque estuvimos teniendo unas peleitas.
-Está bien, está bueno acá para pensar. Encima con el día nublado.
-Sí, sí, el día ayuda mucho, el agua, el silencio.
-Allá no se puede.- Sugerí con el dedo al Gigante que desde ahí ya se veía minúsculo.
-No, allá no, allá la gente te lleva, te empuja, no te deja pensar.


Quiero llegar al río y no puedo. Ahora los edificios me entran todos en un ojo. La ciudad entera me entra en un solo ojo y encima el cielo gris cubre un sesenta por ciento –más, menos- del espectro.


A mi izquierda los árboles desaparecen y de nuevo empiezo a ver un hueco enorme de nada. De pastizales amarillos y resecos, de tierra agrietada y reserva de nada. Un cartel titula el ¿paisaje? e intenta darle relevancia a la situación:


“Mar de pastos”.


Jaja. Encima aprovechan la metáfora para jugar con la ironía. Seguido a él, hay otro cartel en peor estado resguardado por una lámina de plástico tan sucia, que no me deja leer una frase que sí puedo ver que fue escrita por Paul Groussac, un escritor franco argentino, en mil ocho ochenta y siete.

Mientras el que ahora irrumpe la paz y la armonía del lugar es un helicóptero de la Prefectura que vuela bajito y en círculos, a mi lado me encuentro final y felizmente con el charco de agua marrón que tanto anhelaba ver. Ahí está. Me asomo entre los árboles y lo veo tan tranquilo y manso, soportando el peso de tantos barquitos cargueros que van de acá para allá por el horizonte.

Con este incentivo, en cien pasos más llego al final del camino de Los Plumerillos para cruzarme con el de los Alisos, que es el que bordea el río. Viene a ser una nueva especie de rambla pero natural y artificial a la vez. Acá es la Costanera Sur propiamente dicha. Lo de Costanera porque al fin linda con el río y lo de Sur por esa manía que tenemos de dividir todo en dos, de acuerdo a su ubicación geográfica.

Bajo un segundo a la playa de pasto en algunos lados, tierra a veces, mesitas y bancos cada tanto, escombros, botellas, palos y objetos extraños por todo el resto. Las olas apenas rompen. Son más bien olitas. En el horizonte, barcos de todos los tipos y formas. Algunos echan humo, otros esperan el ingreso al puerto.

Es agradable escuchar el sonido del agua. Digo escuchar porque si me pongo a escuchar todo lo que oigo y veo, también entrarían en escena un montón de cosas que por unos minutos hago de cuenta que no están. Como la basura y el murmullo del gran Gigante que de acá abajo ya no lo veo. Por suerte.

Sigo pateando el ripio por el camino de los Alisos y, a pesar de todo lo caminado –que ya van como tres o cuatro quilómetros-, me siento descansado. La vista descansa, los oídos, el olfato y el resto de los sentidos también. La mente, por un momento, deja de ser bombardeada. Voy rodeado de árboles, agua, tierra y el cielo tan espectacularmente gris. En todo el lugar no hay ni un solo cartel de Coca ni de Movistar.

Entrando nuevamente hacia la parte densa de la reserva, donde abundan los montículos de árboles o su inmediato contraste de huecos color sequía, hay numerosos carteles que advierten que está prohibido descender de los terraplenes, abandonar el camino o que simplemente está “prohibido bajar”. Me pregunto -más allá de lo ecológico- por qué tanta inquietud en hacerle entender a la gente que no baje, que no hay nada para ver allí y de nuevo viene a mi mente el vaya a saber uno qué hay ahí abajo y el camino se vuelve una tortura. Me siento observado, pienso esto y escucho un ruido y no pienso más.

Finalmente, llego a la entrada -que para mí es salida- de la calle Viamonte. Fin del recorrido. Justo ahí padre e hijo vestidos de deportistas se acercan al mapa de la puerta.


-Dos mil setecientos más dos mil trescientos, ¿cuánto es?- pregunta el padre como excusa para pensar la respuesta mientras lo dice. – Seis mil. Puede ser este recorrido, ¿te parece?
-O este otro. Así, una vuelta más rara. Es menos pero ya estamos cansados.
-Sí, ya estamos cansados así que hagamos ese.
-Vamos.

Da la orden el más chico y empiezan a barrer el ripio, respirar rápido y agitar los brazos como si estuvieran corriendo como ellos creen que lo están haciendo.

Cruzo y llego otra vez a la gran avenida de zapatillas y mocasines. De nuevo el Gigante mete miedo, de nuevo el ruido y la vista moviéndose espesa cargando con tanto objeto para ver.

Pero otra vez -por suerte-, ese aroma tan de paseo, tan de trabajo, tan exótico, tan cotidiano y tan argentino se vuelve a adueñar de mi sentido del olfato. Voy en busca de lo merecido.


-Hola, que tal. ¿Me das un chori?
-Bueno, ahí sale. – Me dice el asador bien asador, transpirado por el calor del carbón pero con gorrito de lana y collar con los colores de boquita.

Al lado de él, un tipo de unos cincuenta y pico que maneja la caja. Parece el encargado del lugar.
-Señor, le hago una pregunta. ¿El local es suyo o es una concesión?
-No. El local depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es permisionario.- Me contesta como diciéndome y a vos qué carajo te importa.
-¿Tiene que obtener un permiso para poder usarlo?
-Claro.- Dice reivindicando eso que implicitaba anteriormente.
-Ah, porque tengo entendido que del otro lado, en la Costanera Norte, hay varios puestos que son de un solo dueño y se otorgan por concesión.
-Todo puede ser. Lamentablemente, cuando existe la corrupción… -Y lo deja ahí para que saque mis propias conclusiones y no le pregunte más.
-Claro, yo le preguntaba por curiosidad, para saber. - Insisto
-Yo del otro lado no te puedo decir porque no sé.- Se infla el pecho y ahora que ve en mi cara a un ingenuo que además del chori compra una Pepsi, se larga a contestar con más elaboración.- Acá en la Argentina la corrupción es un mal que está en todos lados y hace que vivamos así, con esa presión y las cosas nunca funcionan como deberían.
-Pff… la corrupción en este país. ¡Si son todos corruptos!- Interrumpe el de gorrita y me advierte que el chori ya sale.


Atrás mío quedó la Reserva. Ese pedazo de tierra tan natural, tan artificial, tan reservado y tan descuidado que parece una muestra sin compromiso de compra de la propia Argentina.


La tierra trajo más costa, trajo más espacio. La tierra también trajo flora y fauna, paisajes y naturaleza. Pero además, la tierra trajo basura y contaminación. Trajo descuido y abandono. La tierra trajo progreso y medio ambiente. Trajo también contrastes, proyectos que al final no fueron y una sospechosa Reserva. Pero a la tierra no la trajo nadie, la trajeron. Y vaya a saber uno qué hay ahí abajo.


-¿Tenés chimi churri?- Le pregunté al de gorrita y condimenté el chori.


Por Mariano Gaik Aldrovandi