martes, 22 de julio de 2008

universidad para uÑas!


¿Será posible que las uñas estudien? ¿Qué las rígidas extremidades de nuestros dedos asistan a clases? ¿Y den exámenes?
Si bien en la ciudad en donde atiende Dios todo es posible, me resisto a creer que las uñas tengan la capacidad de estudiar, como lo hacemos sus poseedores, los humanos. Estos interrogantes, que surgieron a partir de un cartel que decía: “UNIVERSIDAD PARA UÑAS” y se encontraba colgando de una pared fucsia, en uno de los incontables comercios de la Capital, me llevaron a pensar que si bien educar a las uñas resulta imposible, puede haber quien, enredado en un malentendido, acuda a dicho local para que sus uñas no sean unas burras.
Aunque mis ideas son absurdas, la imaginación permite que lo imposible se torne posible en nuestras mentes. Aun así soy conciente de que una situación de este tipo haría divertir a más de uno y durante un buen tramo del viaje, en colectivo, pienso en la posibilidad de volver algún día hasta aquel local, para averiguar sobre las inscripciones de mis uñas al próximo periodo lectivo.
No me molestaría quedar en un ridículo de este tipo, pues disfrutaría al ver el desconcierto hecho cara, en la persona que me atienda. Sin lugar a dudas me encargaría de conseguir una cámara pequeña, que sea prácticamente invisible, para que semejante situación pueda así quedar registrada.
Además debería entrar a la “universidad” muy concentrada y con alguna especie de guión, para que la risa no me inunde y pueda llevar adelante el papel de una mujer confundida por el lenguaje. Porque de eso se trata todo esto: de las confusiones que puede generar nuestra propia lengua, cuando se la emplea dando por entendido ciertos conocimientos, que no a todos son comunes. Me pregunto si en todo el mundo hay mujeres que se ocupan de pintar, cortar y acomodar las cutículas de sus uñas.
Mas adelante, en el viaje, pienso que puedo ser yo quien desconozca que las uñas tienen capacidad cognitiva. Le hablo a una de mis rojas uñas y como no me responde termino por volver a mi primera idea. Es decir, a interpretar que aquel cartel publicitaba la enseñanza de tratamientos para las terminaciones de calcio en nuestras manos, lo que normalmente se conoce como manicura.
Mi viaje se hizo mas corto de lo que esperaba, pues mi mente tubo con que entretenerse y en vez de mirar, como es costumbre, algunos rostros de los compañeros de viaje, esta vez preferí dirigir mi atención hacia las uñas. Las hay de todos lo colores, limpias, sucias y hasta con moretones.
Casi llegando a mi destino, pienso que quizás nunca vuelva a la universidad para uñas, de hecho ya había olvidado la dirección y no la había anotado en ningún papel, ni siquiera en el boleto. Al menos pase un viaje, hacia no recuerdo donde, entretenida entre mis asociaciones e ideas.
verdelau<----

viernes, 18 de julio de 2008

El sin sentido

Nunca imaginé que iba a pedir un café con crema. Lo pidió y me sorprendió. A veces vemos en la cara de ciertas personas las cosas que puede llegar a consumir. Nunca pensé en un café con crema.

Mientras pensaba en esas cosas que no tienen mayor importancia y que a veces nos preguntamos por qué las pensamos, la conversación transcurría de ida y de vuelta. Estábamos sentados ahí para hacer algo que al final nunca hicimos. Hasta que mi teléfono sonó.

-No te alarmes, está todo bien pero...

El accidente. El hospital. La sangre. La desesperación.

Después de varios intentos para domar la razón, me fui inmediatamente de allí para ver cómo estaba todo. Es increíble cómo la mente y el cuerpo coordinan para prepararse para lo peor como si estuvieran haciendo una coreografía.

El viaje era el mismo de siempre. Rutinario. Ese en el que siempre vi las peores caras, de las que nunca imaginé que yo aquél día iba a portar. Pero esta vez, el camino era larguísimo. Faltaban cinco estaciones para Carlos Pellegrini. Cinco estaciones después, seguían faltando cinco estaciones para Carlos Pellegrini. El tiempo parecía ser tan espeso que no pasaba por el cuentagotas.

Siglos después llegué a Retiro. De ahí tenía unos treinta minutos hasta mi casa. Treinta minutos que no quería atravesar, que quería que pasaran ya pero que, a la vez, no pasaran nunca. Quería llegar en ese mismo instante pero a la vez quería hacer todo lo posible para no llegar nunca. Qué difícil es estar en el lugar de ese otro que siempre observamos que viaja desesperado y pensamos para nuestros adentros "pobre tipo".

En el transcurso del viaje opté por leer el periódico. Estrategia clave si las hay para anestesiar por un rato a esa maquinaria de miedo y desesperación. Pero las páginas pasaban y el tiempo no.

Décadas más tarde llegué a la estación de destino. De allí tenía tres cuadras hasta mi casa. Ojalá hubieran sido sólo tres cuadras y no un kilómetro de remar contra la corriente. La presión bajaba, el miedo y la ansiedad crecían. Cada paso era cada vez más pesado y en lugar de avanzar sentía que cada vez estaba más lejos. Estaba lejos de donde en verdad hubiera querido estar.

Temeroso, llegué a mi casa. Por suerte las noticias no eran tan malas como pensaba. Me senté y a mi lado la razón hizo lo mismo. El resto del día fue de idas y vueltas a todos lados, tratando de hacer que lo malo no fuera tanto.

A la noche logré respirar. Sentí que lo peor ya había pasado. Y de todo lo que viví ese día no quise quedarme con nada. Fue ahí, cuando apoyé mi cabeza en la almohada, que pude volver a eso que pensaba hoy y todo lo otro interrumpió. A veces, simples banalidades terminan siendo puntos de partida a pensamientos que nacen en la almohada y mueren en la armonía del descanso. Pequeñas cosas que cobran sentido frente a toda una catarata de sucesos que parecen no tenerlo.

Nunca imaginé que iba a pedir un café con crema.

Por Mariano Gaik Aldrovandi

lunes, 7 de julio de 2008

Semana de la dulzura

Un domingo a la noche, volvía a mi casa en el bondi y en el asiento doble de atrás iba sentada una pareja.
Él se bajaba antes y se despidió de ella.
-Chau. Hablamos. Cuidate.
-Chau. Te quiero- le respondió ella.
-Comé el bon o bon.-le recordó él.
Se bajó del colectivo. A la otra parada bajé yo también y no le dije a nadie que comiera ningún bon o bon o cualquier otro tipo de golosina. Qué amargo.
Feliz semana de la dulzura.


Por Mariano Gaik Aldrovandi